jueves, 27 de febrero de 2014

¿Te cuento un cuento? (La noche de los feos, Mario Benedetti).

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.)

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"

"Sí", dijo, todavía mirándome.

"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."

"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."

"¿Algo cómo qué?"

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.


No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

miércoles, 26 de febrero de 2014

La Tregua - Mario Benedetti (reseña con spoilers)

Libro: La Tregua
Autor: Mario Benedetti
Páginas: 211
Precio: $209.00.
Precio en dólares: 16.46 USD

Martín Santomé es un señor de 49 años de edad, viudo, con tres hijos (Jaime, Blanca, Esteban). Él empieza a escribir un diario en dónde escribe parte de su vida gris y monótona. Su vida es cotidiana hasta que llega a su vida Laura Avellaneda como su empleada. El señor Santomé logra una tregua cuando en su vida llega ésta magnifica mujer.


Spoilers:
Mario Benedetti tiene una muy buena facilidad para transportarte hacia dónde él te quiere llevar. Y en ésta ocasión nos transporta a un Uruguay muy apagado y sin vida narrado por Martín Santomé.
El libro es una novela epistolar en dónde te muestra que la vida puede ser extraordinaria si te das la oportunidad de ser feliz con quién tu quieras sin importar la diferencia de edades.
Éste comienza por Martín Santomé contándonos su vida sin relieve y nos va narrando que él tiene tres hijos: Esteban, Blanca y Jaime, quiénes son personas casi desconocidas para él ya que nunca están en casa y no le cuentan nada.
Él ejerce su profesión de contador. Un día llegan nuevos empleados en los que está Laura Avellaneda. Al  principio ella es sólo una empleada más aunque el señor Santomé dice que es linda.
Con forme se va desarrollando la historia vemos que Martín desarrolla un enamoramiento con Laura. Poco a poco se van acercando más y terminan en una relación muy placentera para ambos.



Es un libro muy fácil de leer.
No te enreda en cosas que no tienen nada que ver con la historia.
Definitivamente es una novela que cualquiera tiene que leer.

''Pero a mi me falta decisión, me falta estar seguro. ¿Usted ha pensado alguna vez en el suicidio? Yo si. Pero nunca podré.Y eso también es una carencia. Porque yo tengo todo el cuadro mental o moral de suicida, pero menos la fuerza que se precisa para meterse un tiro en la sien.''

lunes, 24 de febrero de 2014


Muchas veces me he preguntado '¿Alguien me recordará?, ¿Tendré una vida que sirva como ejemplo de alguien?' Mi respuesta siempre es: no
Es muy raro comenzar un blog y escribir a nadie en especial... Claro, siempre escribes por alguien, por algo. Pero ésta vez es diferente. Siento que si dejo esto escrito en éste blog alguien eventualmente lo leerá. Alguien creerá que tuve una vida que valía vivir. 
Recuerdo que desde los nueve años comencé a tener una vida poco convencional. Yo no quería vivir y hasta el momento 'vivir' no es una de mis cosas preferidas. 
Mis papás perdieron un bebé después de que yo nací y no saben cuántas veces quise ser yo la que estuviera muerta en vez de él. Tal vez mis padres y mi hermano vivirían una vida feliz sin mi presencia entre ellos.
Pocas personas saben cómo me siento en realidad y la verdad es que no me gusta hablar de esto porque no me gusta que las personas me tengan lástima. 


Estoy escribiendo esto para dejar una huella de mi presencia en el planeta y esta entrada es sólo el comienzo.